
Cuento de Luis Cifuentes Seves*
Durante mis estudios universitarios tuve un compañero de curso que tenía el inusual nombre de Tiberio Marta.
Era muy simpático e ingenioso, con un agudo sentido del humor y aficionado a jugar bromas, especialmente de tipo verbal.
Así por ejemplo, en cierta ocasión, alrededor de 1970, se encontraba en un grupo de estudiantes junto a un profesor que había dedicado su vida al correcto uso del lenguaje, con énfasis en la ortografía y la pronunciación. Tiberio sintió que no podía dejar pasar la oportunidad de aprovechar la pasión del académico y le dijo: “Maestro, podría usted explicarnos cómo se originó la masacre de Tlaxtelcoco?”. El docente respondió. “Mire, Tiberio, la palabra correcta es Tlatelolco, Tla-te-lol-co”.
Marta replicó: “Exactamente. Eso fue lo que dije: Tlaxtelcoco, Tlax-tel-co-co”, despertando las risas de los jóvenes y hasta del erudito.
El hecho de que su apellido fuera un nombre femenino le causaba de vez en cuando problemas de tipo administrativo, que Tiberio echaba estentóreamente a la risa.

Los vientos de la historia cambiaron de dirección en 1973 y por muchos años dejé de ver a Tiberio. De vuelta de un largo exilio, a comienzos de los 90 nos reencontramos en Chile. Me saludó efusivamente con abrazos y carcajadas, diciendo: “¡Julio Ferrera! Me contaron que habías muerto en el extranjero, pero nunca lo creí. ¡Qué te ibas a morir tú!”.
Luego me enteré de que un amigo suyo conocido como “El Loco”, había inventado una serie de historias eróticas que tenían a Tiberio como protagonista. Este, sabiéndolas falsas y sin nunca darlas por ciertas, las celebraba con sonoras risotadas.
Pero un día ocurrió lo inesperado: antes de cumplir 55, Tiberio Marta falleció sin aviso previo. Nadie supo que sufriera de alguna dolencia. Su velatorio y funeral fueron muy concurridos, ya que su buen humor y simpatía le habían ganado muchos amigos. Sus anécdotas lo sobrevivieron.
Pasó el tiempo, con oscuridades, desilusiones y frustraciones. Más de alguna vez eché de menos el espíritu de Marta, su jovial predisposición a todo. Llegué a considerar la posibilidad de encontrarme con él en alguna dimensión paralela.
Unos veinte años después de su fallecimiento, para mi gran sorpresa, me topé a boca de jarro con Tiberio, o alguien que se le parecía muchísimo, en pleno centro de Santiago. Nos saludamos formalmente y se estableció un acuerdo tácito entre nosotros: ninguno mencionó el duro hecho de que mi amigo estaba muerto. Lo único que delataba que algo esencial había cambiado fue que durante todo lo que ocurrió después, Marta mantuvo una gran seriedad y no se rio ni una sola vez.
A propuesta mía entramos a un café y conversamos. Muy luego llegamos al tema de la geopolítica contemporánea. Dije: “Nos encontramos más cerca que nunca antes con la posibilidad de una conflagración mundial con miles de estallidos nucleares y un largo invierno nuclear que podría eliminar toda vida animal y vegetal en la Tierra”.
Sin inmutarse, Tiberio aseveró: “Lo que tú y muchos otros han elegido ignorar es que la tercera guerra y el invierno nuclear ya ocurrieron. Tú percibes un mundo imaginario. Pero hay lugares desde donde es posible ver la realidad actual del planeta sin adornos ni fantasías. No te será grato, pero puedo llevarte a tres atalayas para que contemples manifestaciones del acabo de mundo”.

Asentí, pensando que Tiberio estaba equivocado o tratando de impresionarme. Subimos a una invisible alfombra mágica que en pocos segundos nos llevó a un lugar desconocido. Desde la atalaya se veía una gigantesca planicie de un color entre gris y celeste que llegaba hasta el horizonte. Lo primero que me sobrecogió fue el silencio y, luego, la total ausencia de movimiento. Estaba claro que, por primera vez, contemplaba un paisaje sin vida. Poco a poco, sentí una sensación de tristeza y temor que me fue embargando. Sí. Este podía ser el planeta fenecido y sin resucitación posible.
Se lo dije a Tiberio y él respondió: “Vamos entonces a la segunda atalaya. No será mejor que esta”. Llegamos. Esta vez lo que me golpeó fue la extrema fealdad del paisaje. Parecía otra superficie infinita, esta vez cubierta de rocas filosas de decenas o cientos de metros de altura que exhibían matices entre negro y gris. El silencio era absoluto y la visión, de espanto. Me puse a temblar y brotaron lágrimas de mis ojos. Marta dijo. “Aún queda una atalaya. ¿Te atreves?”. Pensé que podía ser un bluff y acepté.
El vuelo terminó en medio del viejo patio de la Escuela donde Tiberio y yo habíamos estudiado. Se veía estudiantes caminando y conversando, profesores dirigiéndose a sus salas de clase y se podía oir los sonidos del tráfico vehicular que circulaba por las calles colindantes.
“¡Vamos Tiberio!” exclamé. “Esto está lleno de vida. ¡Este planeta no está muerto!”. “Ten paciencia, Julio. Aún no llegamos a la atalaya”, respondió. Me guio hasta una de las esquinas del patio donde advertí una puerta alta y estrecha de extraño color amarillento.
Tiberio la abrió sin esfuerzo y entramos a un espacio totalmente oscuro. Avanzamos unos metros. “Esta es la atalaya” susurró mi amigo. “No des ni un paso más”. En ese momento comencé a escuchar un estruendo gigantesco, el sonido ensordecedor e ininterrumpido de una máquina portentosa. La oscuridad era rota por chispazos y rayos que cruzaban lo que parecía un ámbito infinito, pero su luz era insuficiente para discernir los detalles. Esa máquina estaba chancando algo sólido, pero ¿qué? El horror me poseyó y con gestos le indiqué a Marta que quería abandonar ese lugar infernal.
Regresamos al patio. No se escuchaba nada fuera de lo normal. Nadie podía adivinar que muy cerca estaba la horrenda atalaya.
Tiberio me dejó de vuelta en nuestro punto de encuentro, que él llamó “el centro ficticio de Santiago”. Le dije: “Me encantaría decirte que fue un placer reencontrarte, pero tus revelaciones me han causado tal desazón y angustia, que dudo poder superarlas”.
Replicó: “Te confieso que soy incapaz de sentirme culpable. Tú sabías que yo había muerto hace mucho, pero ignorabas que tú también habías fallecido. No es tan terrible. Si así lo decides, puedes seguir viviendo en tu mundo de fantasía, sólo que serás algo más sabio. Te dejo, puesto que tengo cosas que hacer”. Se alejó entre la ahora dudosa multitud callejera. La naturaleza, propósito y descripción de sus quehaceres quedaron en el misterio.
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